Para pasar las primeras horas de la tarde he intentado escribir. Estoy a unos cuantos capítulos de terminar mi nueva novela. A estas alturas, ya tiene contrato, nombre y vías de distribución en varios países. De hecho, se espera que la entregue en un par de semanas. Pero a mí nunca se me ha dado bien trabajar bajo presión. Aunque ya sé qué es lo que sigue y cómo acaba, me descubro incapaz de escribir una sola línea. Quizá sea porque no tenía previsto hacerlo a lo largo de la estancia de Emily.
Abro mis correos. En el público se acumulan decenas de mails que prefiero ignorar. No estoy interesado por la repetición cansina de lo que opinan mis lectores. Los hay de dos tipos. La mayor parte de ellos me escribe para felicitarme; para contarme cómo alguna de mis novelas ha contribuido a crearles una nueva visión del mundo; para decir que, gracias a mí, su vida ha cambiado por completo; incluso para invitarme a sus casas o a cualquier lugar con tal de conocerme. A todos ellos les contestaré con los lugares comunes, diciéndoles que acudan a alguna de las presentaciones que tenemos programadas; que, por el momento, mi agenda está saturada y ésas son las únicas posibilidades para encontrarnos. También está un grupo diferente: el de los denostadores. Ellos me reclaman mi éxito. Dicen que no se explican cómo me puede ir tan bien, cómo puedo vender tantos libros y causar aglomeraciones donde me presento si mi literatura es pobre, insípida y sin sustancia.
A estas alturas ni siquiera me molestan. A fuerza de ser repetitivos terminan dándome un poco de lástima. Quién, en su sano juicio, dispone de su tiempo para hablarle mal al autor de una novela. Los hay quienes me han escrito largos ensayos explicándome las razones por las que mi literatura es mala. A todos ellos les contesto con un agradecimiento escueto. Nada más. Ya ni siquiera me detengo a pensar en si tienen o no razones para decirlo.
Me encuentro con un par de mails de mis editores, algunas ofertas que se han colado y un mensaje de Rachel. Antes de abrirlo ya siento el pálpito de la emoción. Por eso entretengo el dedo sobre el mouse, enciendo un cigarrillo y aspiro profundo. Forma parte de un ritual amasado durante años. La primera vez que nos encontramos estaba yo inmerso en una interminable gira por culpa de “Bajo la sombra blanca del abedul”. Apenas conseguía ocultar mi hartazgo. Acudí a las presentaciones por disciplina y para convencerme de que sería para bien. La vi sentada en una de las primeras filas
y no le presté demasiada atención. Más tarde, durante el coctel, me fue presentada como tantas personas. En ese entonces yo todavía estaba con Nora aunque la relación ya no tenía remedio. El alcohol, las emociones encendidas y el ambiente típico de la madrugada nos descubrió en mi habitación de hotel. No hubo arrepentimientos. Tampoco compromisos. Yo terminé con Nora por otras razones…